Tratando de organizar mis recuerdos cronológicamente (tarea que resultará virtualmente imposible), intente recordar mis primeras historias, aunque muchos de mis personajes van a requerir más de una entrada, creo que esta sería una de las primeras:
Mi Tita (mi abuelita) y yo siempre fuimos inseparables. Algunas veces los domingos le gustaba ir a visitar a su mamá, abuela Rafaela (mi bisabuela), que vivía en Pavas con otra de sus hijas. Yo podía acompañarla siempre y cuando aceptara las condiciones:
“Tienen que ir al baño antes de salir, porque yo no voy a estar pidiendo baños prestados en la calle”, esta costumbre hasta el día de hoy la conservo J
Y “no me puede pedir nada en la calle porque no ando plata”, a lo que sin problema aceptaba, ya que sabía que el dinero no era algo que sobrara en mi casa y tan solo un pequeño paseo era suficiente recompensa.
Una vez lista y con la emoción a cuestas emprendíamos el viaje, pero antes una parada: no podía faltar la misa, ya fuera en La Catedral o en La Merced, era imperdonable no hacer un alto en la semana para buscar un poquito de Dios; o al menos eso decía mi Tita.
Después de la misa, en la que con grandes costos me mantenía despierta (para ese entonces yo tenía menos de cinco años) nos enrumbábamos hacia el Mercado de la Coca cola; desde que recuerdo los buses de Pavas siempre han parado ahí.
Mientras esperábamos el autobús no podía evitar ver las ventanas cargadas de golosinas y frituras que guindaban del techo. Mi tita compraba pan, (porque nunca no le gusto llegar con las manos vacías) y luego se volvía y me preguntaba: “¿Quiere algo?”, a lo que yo, en mi mente de pequeña niña obediente pensaba: “Realmente me querrá comprar algo o solo me estará probando”, “No, no, ya prometí no pedir nada, mejor no pido o no me vuelven a traer”. Entonces me limitaba a negar con la cabeza. Ella solo sonreía, luego compraba varios paquetitos de unos dulces blancos que venían envueltos en papel celofán de distintos colores, unos que tenían un maní en el centro (no sé si tienen un nombre, pero aún de vez en cuando los veo por ahí).
El viaje hasta Pavas se hacía corto, entre los dulces, las historias de mi Tita y el partido que, sin falta, el Rápido Ortiz narraba desde la radio del autobús.
Una vez en el centro era fácil de llegar, dos cuadras al sur del parque, cruzando la línea del tren; la casa que tenía en el frente un enorme árbol de limón criollo, que servía de sombra en el corredor.
Abuelita Rafaela era muy particular, era bajita, muy blanca y con mejillas sonrojadas (como buena cartaga); siempre usaba hábito carmelita (o al menos desde que la conocí), el pelito ya lo tenía ralo. Ella siempre olía a… olía a… olía a viejita J
Las tardes en esa casa eran muy tranquilas, no había otros niños con quien jugar, por lo que yo me limitaba a ver la televisión en el vaivén de una de tantas mecedoras que tenían.
Cuando ya llegaba la hora de volver, abuelita Rafaela me llamaba a su cuarto y me daba una moneda, una peseta o un cuatro de los grandotes, siempre con la recomendación de no gastarlo todo de una vezJ, a sus ochenta años hacía tiempo que había perdido el sentido del valor dinero, ya que todo lo que necesitaba sus hijos se lo proveían.
Igual, yo contenta, sujetada la moneda fuertemente en mi manita, porque los vestidos tipo Candy que mi mami me usaba, nunca tenían bolsillos. Ya en el autobús, a ratos la cambiaba de mano porque los bordes ásperos me lastimaban.
Ya en San José caminábamos unas pocas cuadras para tomar el otro autobús. Toda mi vida he vivido en Alajuelita y en ese entonces la terminal estaba al costado norte de la iglesia La Merced.
Mientras esperábamos pacientemente que el bus llegara, no podía evitar ver al frente un gran rótulo de neón que tenía un oso panda, creo que era un restaurante, nunca supe el nombre, pero lo que si sabía era que tenía una ventana donde vendían CONOS…
Bastaba solo una mirada con ojos de Gato con Botas para que mi Tita entendiera que yo quería algo. Con su usual mirada suspicaz me decía “¿Mami le dio plata, verdad?”, yo asentía con la cabeza, “¿y quiere comprarse algo?”, yo volvía a asentir. Ella alzaba la vista y veía el rótulo que hacía rato yo vigilaba, cruzábamos la calle y al estar frente a los helados yo siempre escogía (señalando) uno de fresa. Solo hasta ese entonces abría mi adolorida mano para darle la moneda a mi Tita, para que pagara y recibir mi ansiado helado. Al ver la monedilla ella solo sonreía y movía la cabeza. Sacaba dinero de su cartera y pagaba.
Eso si era un domingo: mi Tita, un paseo y un gran helado, no podía pedirle más a la vida J
12 comentarios:
Hermoso Laura, simplemente hermoso...José Luis
Bellísisisimoooo!!!... Karla
Me encanto, estuvo muy lindo... Alejandra
Estoy encantada de conocerte, la verdad, como dice José Luis, está hermoso. Habla visual y literariamente de esa niña dulce que habita en vos. Un abrazo, espero contar con tu amistad siempre.., Erika.
Está bello, Laura. No puedo dejar de sonreir.
Gracias por sus comentarios, realmente son muy importantes para mi, pronto habrán más historias, espero que las disfruten tanto o más que esta :)
Me hiciste viajar por el tiempo, te imaginé chiquita. Condensaste esa maravillosa época llena de inocencia en un relato tan fluido que disfruté tanto por ser tan natural y tan parte de vos. Si vos volviste a vivir al redactar esto, yo estuve allí al leerlo. Espero leer más de vos y de tus aventuras con los helaos ;)
Gracias :)
Demasiado chiva!! excelente narrativa y la historia muy linda :D
Me encanta la idea del blog!
Hoy si lo leí, muy lindo, Mariela
demaciado tiempo para recordar tantos detalles definitivamente tenes una mente genial.
Tita una persona tan particular pero tan querida apesar de sus arranques de pelliscos... Claro seguro ud nunca sintió ninguno pero que barbara como retrocedió el tiempo es increible como dejamos olvidar esos momentos de nuestra mente ahora si la voló...
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